Los primeros comerciantes de libros fueron los copistas, que reunieron en una sola persona el oficio de escriba y vendedor. Por obra de las universidades renació en Europa un auténtico comercio de libros, si bien con carácter especial, dado que estaba dedicado a la enseñanza. El libro volvió a ser objeto de mercado y reaparecieron, de forma diferente, el copista y el vendedor laico. En Bolonia, a mediados del siglo XIII, este mercado estaba muy desarrollado e incluso las mujeres copiaban libros, tal y como sucedía en la antigua Roma.
La ganancia derivada de la copia de una obra correspondía en parte al propietario de esta que por una cierta cantidad la prestaba a los copistas. Este préstamo se efectuaba por medio de una especie de intermediarios llamados stationari. Su nombre derivaba de statio, que en Roma era la tienda en la que se vendían los libros.
Los estatutos universitarios italianos y franceses incorporaban disposiciones especiales para estos stationarii. De los estatutos de Bolonia de 1217 y 1270 resulta que estos tenían que vender textos auténticos y bien corregidos, por lo que se les exigía una cierta cultura, para que pudiesen conocer y valorar la mercancía. Sin embargo, solo podían comerciar con libros o prestarlos a los estudiantes residentes en Bolonia o en treinta millas a la redonda.
Además de por las universidades, monasterios, príncipes y humanistas, la industria del manuscrito estaba propiciada por una clientela burguesa en formación, con diferentes posibilidades financieras, interesada sobre todo en lecturas contemporáneas en lengua vulgar en prosa y en verso, religiosas, profanas, y en la divulgación de obras de medicina hasta provocar una naciente industrialización de la producción.